El glifosato es un herbicida de amplio espectro, desarrollado para eliminación de hierbas y de arbustos tanto en la agricultura como en la jardinería. El debate sobre su uso comenzó hace unos años a pesar que se emplea hace más de sesenta. La controversia con respecto a su uso se originó cuando la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC), dependiente de la Organización Mundial para la Salud (OMS), señaló al herbicida como “probablemente cancerígeno” (al igual que la carne roja, el ibuprofeno, el café o la hierba mate entre otros). Sin embargo, dicho estudio fue desestimado, al revelar la agencia Reuters que la IARC había editado el informe a su gusto y eliminado todas las conclusiones que no encontraban vínculo alguno entre el herbicida y el cáncer.
A fines de 2017 la Comisión Europea decidió renovar la autorización de su uso en la Unión Europea. La decisión de la CE estuvo fundamentada en la cantidad de informes y estudios científicos que demostraron la seguridad del herbicida. Y otros países, tan poco sospechosos de jugar a la ruleta rusa con la salud de sus ciudadanos como Suiza han declarado que este herbicida no es un riesgo para la salud de los consumidores, tras realizar un importante estudio a través de su Oficina Federal de la Seguridad Alimentaria y de Asuntos Veterinarios (SAV).
Lo que ocurre en España es que ante el revuelo mediático suscitado por diversas asociaciones y organizaciones ecologistas, varias ciudades prohibieron el empleo de este producto en el cuidado y mantenimiento de sus calles y parques. Son más de 150 Ayuntamientos, entre ellos los de algunas de las ciudades más pobladas de nuestro país, como Madrid, Barcelona o Sevilla. Cuando anunciaron su decisión los responsables de mantenimiento de parques y jardines de estas y otras muchas ciudades explicaron en casi todos los casos que a partir de ese momento las malas hierbas se eliminarían por otros métodos.
El problema, como en casi todos los casos en los que se actúa sin seguir argumentos técnicos o criterios científicos razonables y se toman decisiones simplemente basadas en creencias eslóganes o ideologías, es que al final hay que afrontar unas consecuencias que no se han tenido en cuenta al principio.
El glifosato no ha triunfado en el mundo y se ha convertido en el herbicida más empleado (y casi el único) por casualidad, ni por razones de moda o ideologías. Lo ha hecho porque es eficaz, porque funciona. Y la alternativa si se deja de usar, es arrancar de forma manual o mecánica las malas hierbas. Quienes hayan trabajado en el campo o en la jardinería pueden hacerse una buena idea del colosal esfuerzo que esto requiere y de porqué es preferible emplear estos productos.
Así que inevitablemente, y más en primaveras como la de este año en la que ha llovido en abundancia en casi toda España, y estas lluvias se han alternado con días de sol y temperaturas moderadas, pues lo que ocurre es que las malas hierbas, a salvo del glifosato y aprovechando estas condiciones tan favorables, se han convertido en un verdadero problema. Las quejas de los ciudadanos se multiplican en toda España ante la proliferación de estas malas hierbas que nadie se preocupa por arrancar, que afean los parques, deterioran las aceras y escaleras e invaden las calles y los espacios verdes.
Y si lamentable es ver como los Ayuntamientos que se lanzaron a prohibir sin ningún motivo el uso del glifosato sin pensar en las consecuencias ahora son incapaces de lidiar con las consecuencias. Pero tal vez peor es ver cómo los partidos de la oposición que apoyaron estas decisiones en los plenos municipales se suben ahora al carro de las protestas vecinales y tratan, como siempre, de sacar tajada electoral de un despropósito cometido con su apoyo. Y es que como ya dice el refrán, mala hierba nunca muere y del árbol caído todos hacen leña.
Diego Jalón